Aún no había cumplido los nueve. Viajamos a Bilbao, mi hermana y yo teníamos que conocer el lugar donde habíamos nacido y donde mi padre se había criado. Las vacaciones ya estaban planeadas. Nos esperaba la lúgubre casa de mi abuela, en Leioa, sus abrazos enérgicos y su famoso mojo de bacalao coronado por la tortilla de patatas. Acabábamos de llegar, era un trece de julio del noventa y siete. Comimos y mis abuelos me zarandearon los mofletes. Toda una moza, decían. Bajé a la replaceta, mi madre me miraba desde el balcón. Descubrí a las afueras de un bar, el coche fantástico de Mike. Me monté mientras silbaba la musiquilla. Subí de nuevo a casa. Sólo pensaba en mi coche fantástico y en ir a Deusto para conocer el hospital donde nací. Me habían enseñado que nací “en Deusto, donde hay una de las mejores universidades de España”. Deusto no era cualquier cosa para mí. Pero se oían muchas voces. Golpes. Canciones que no entendía. Ahí, en mi replaceta, junto a mi coche fantástico, había una Herriko Tabernak. El dolor por Miguel Ángel se palpaba por cualquier rincón. Decenas de pancartas llenaron mi replaceta, veía manos pintadas de blanco, igual que yo me las había pintado días antes. Aunque tenía unos grandes mofletes, pude colocarlos entre los barrotes del balcón. Mi padre estaba enfadado con los hombres de la taberna, mi hermana me explicaba qué era todo ese alboroto, mi madre tiraba de mí hacia ella. Apareció la Ertzaintza y me di cuenta de que un “¡Gora ETA!” pintado en un muro acechaba a mi coche fantástico. Los ertzainas llevaban pasamontañas. Procuraban que los manifestantes no lincharan a los hombres del bar. Les protegían, era su deber. Pero no se quitaban el pasamontañas, esos hombres del bar no podían ver su identidad. Los barrotes se me quedaban pequeños, estiraba el cuello como una tortuga. Aunque cerraba los ojos ante cualquier insulto vociferado. Todos estábamos asomados en el balcón, pero todos teníamos miedo.
Hoy no hay foto. Sólo un espacio blanco. Blanco.